El 11 de septiembre de 1973, tres años y
siete días después del triunfo electoral de la Unidad Popular, el
presidente chileno Salvador Allende, sitiado en el Palacio de La Moneda
por los carros de combate del Ejército sublevado, recibía un ultimátum
para abandonar el poder. “Defenderé con mi vida la autoridad que el
pueblo me entregó”, respondió el presidente, y pocas horas después su
cadáver yacía envuelto en una bandera chilena entre las ruinas de La
Moneda. Con su derrocamiento y muerte culminaba una conspiración
fraguada el mismo día de su triunfo electoral y se iniciaba una feroz
represión que constaría la vida a miles de chilenos.
El triunfo de la Unidad Popular
El 4 de septiembre de 1970, las antenas
de la diplomacia y el espionaje internacional se concentraban en un
remonto punto del planeta, un país perdido en el continente austral de
geografía desgarrada e historia sorprendente. Chile era entonces, junto
con Uruguay, la democracia más antigua y sólida de la siempre agitada
América del Sur y proporcionaba al mundo una sorpresa política de
escasos precedentes: el triunfo en la urnas de un candidato presidencial
que se proclamaba marxista y que reunía, en la coalición de la Unidad
Popular, a comunistas, socialdemócratas, cristianos, masones y
revolucionarios de extrema izquierda. Salvador Allende, viejo lobo de la
institucionalizada izquierda chilena, prometía, aquella noche de la
victoria, la consigna clave de su campaña: una revolución dentro de la
ley. Sergio Onofre Jarpa, líder de la fracción más derechista del
Partido Nacional, que intentó mediante una “maniobra legal” impedir el
acceso de Allende a la presidencia de Chile
Diez días después del triunfo de
Allende, el 14 de septiembre, el entonces presidente norteamericano
Richard Nixon y su “cerebro gris” de la política exterior, Henry
Kissinger, se reunían en la Casa Blanca con el llamado “comité de los
cuarenta”, el Consejo Nacional de Seguridad, para determinar en secreto
la política que cabía seguir ante la “subversión” legal que habían hecho
estallar las urnas chilenas con el triunfo de la Unidad Popular. Las
decisiones de ese comité fueron conocidas años después, por filtraciones
y denuncias y, más aún, por los trágicos hechos que pusieron fin a la
“experiencia chilena” el 11 de septiembre de 1973. Presidente de Estados
Unidos, Richard Nixon
El primer objetivo era impedir, durante
el interregno de la transmisión de mando -fijada por la ley chilena el 4
de noviembre, sesenta días después de las elecciones-, que Allende
candidato triunfante, pero con sólo un 36,30 por ciento de los votos, se
convirtiese en el primer presidente marxista elegido democráticamente
en América Latina. El segundo, en caso de fracasar el anterior, frustrar
mediante presiones económicas su gestión de gobierno y la aplicación de
su programa de nacionalizaciones y reformas sociales. Y tercero,
apoyar, por todos los medios, a los sectores civiles y militares
opuestos en Chile a la política de la Unidad Popular.
Los sesenta días transcurridos entre las
elecciones y la transmisión oficial del poder (4 de septiembre a 4 de
noviembre) fueron cruciales. La burguesía alta y media que había votado
al anciano candidato derechista Jorge Alessandri (34,98 por ciento de
votos) hacía cola ante bancos e instituciones de ahorro para retirar sus
fondos; las agencias de viajes -escasas en Santiago- estaban
abarrotadas. Un clima de miedo irracional se respiraba en la pequeña
city de las calles Bandera y Ahumada. El gobierno democristiano en
funciones guardaba un calculado silencio. El ministro de Hacienda,
Andrés Zaldívar, “hombre fuerte” del gabinete del presidente Eduardo
Frei y del ala derechista de la democracia cristiana, lo rompió una
semana después con un discurso alarmista, lleno de cifras que sólo
aumentaban el artificio del miedo financiero. Antes aun de llegar
Salvador Allende a La Moneda, el país ya estaba, según el catastrofista
mensaje del ministro, al borde del caos y la bancarrota.
Gran parte de la derecha chilena sufría
entonces – y lo padeció después – el histórico corsé de una legalidad
que tradicionalmente le había favorecido, pero que ahora, por paradojas
del desarrollo cívico, atentaba contra sus intereses. Desde Washington,
el problema se comprendía parcialmente, aunque informes de agentes de la
compañía multinacional ITT, trabados entonces en una acción conjunta
con la CIA, llamaban la atención sobre esta peculiaridad de la República
de Chile. En teoría y en contra de la tradición institucional, la ley
permitía, por ejemplo, que el Congreso Nacional no ratificara la
victoria electoral de Allende y diera en cambio, mediante una
vergonzante alianza de la derecha (Partido Nacional y Democracia
Radical) con la democracia cristiana, la banda presidencial al candidato
Jorge Alessandri.
El mejor testimonio de este interregno
lo constituyen los llamados “papeles de la ITT”, un paquete de
memorándums enviado a Washington por los agentes Hendrix y Berréeles,
que narran los contactos establecidos con todo tipo de sectores
contrarios a Allende, desde los más legalistas hasta aquellos grupos
ultraderechistas que habían surgido en plena campaña electoral bajo los
sugestivos nombres de “No entregamos a Chile” (NECH), Grupo de acción
anticomunista (Graco) o el más fuerte y mejor financiado de todos,
Patria y Libertad. En los “papeles de la ITT” quedaban reflejadas las
dudas de Eduardo Frei para apoyar una “maniobra legal” que cerrase el
paso de Allende a la presidencia, las omisiones de Alessandri, viejo
líder derechista apegado a la ley, y las agresivas inquietudes de
sectores menos escrupulosos, como los de Sergio Onofre Jarpa (líder del
Partido Nacional y después, en 1982, ministro de Pinochet) y la
ultraderecha radical que acariciaba el golpismo y el terrorismo como
única alternativa a la Unidad Popular.
La opción terrorista jugó sus por
entonces últimos ases el día 22 de octubre. Un comando ultraderechista,
con el que tenía relación un general del Ejército, Roberto Viaux,
condenado en 1969 por un abortado intento golpista, dio muerte al
comandante en jefe del Ejército, general René Schneider, militar
respetuoso de la Constitución y de las tradiciones legalistas de las
Fuerzas Armadas chilenas. El atentado conmocionó al país y puso de
relieve la profundidad del complot en las filas de la derecha y la
ultraderecha. Aunque el Gobierno de Frei, aún en ejercicio, taparon gran
parte de las implicaciones de la conspiración, los servicios montados
improvisadamente por los partidos de izquierda pudieron detectar
contactos que llegaban hasta los escaños de la derecha en el Congreso y
hasta la comandancia militar de Santiago.
La muerte de Schneider, sin embargo,
sobresaltó a la democracia cristiana y sus líderes abandonaron
definitivamente cualquier tentación de cerrar el paso a Allende. El
partido en el poder abrió entonces conversaciones con la coalición de
Allende y exigió algo también insólito en la tradición institucional,
pero que fue acogido por la Unidad Popular en vista del dramatismo que
había alcanzado el interregno de la transmisión del Gobierno. Ello fue
un cuidadoso estatuto de garantías que apuntaba fundamentalmente a
mantener la actual correlación de fuerzas, beneficiosa a la derecha, en
los medios de comunicación, en algunas instituciones estatales y,
especialmente, a no alterar la composición de las Fuerzas Armadas ni
crear organismos paralelos de poder o de milicia.
Aceptado el estatuto, Salvador Allende
juró el 4 de noviembre como nuevo presidente de Chile, en presencia del
enviado especial norteamericano, el secretario de Estado adjunto Charles
Meyer, que manifestó en un voluminoso memorándum que ese día envió
Washington su sorpresa ante el aparente peso de la institucionalidad
chilena.
La primera mitad del año 1971 fue la
primavera de la Unidad Popular. El Gobierno definió de inmediato una
nueva política exterior, abrió relaciones con el prohibido mundo del
Este y en especial con Cuba, el tabú de la diplomacia latinoamericana
desde 1962. Un sector de la democracia cristiana no ocultaba sus
simpatías con el nuevo Gobierno y otro, encabezado por Bernardo
Leighton, no despreciaba la posibilidad de un entendimiento mínimo que
permitiese mantener el juego político tradicional en Chile por encima de
cualquier diferencia. Las primeras medidas de carácter populista y la
imagen de cambio social que aseguraba Allende dieron su fruto en las
elecciones municipales de abril de 1971; la Unidad Popular logró en
ellas aumentar del 36,9 al 50,9 por ciento su representación. La euforia
de la UP parecía incontrarrestable: en abril era nacionalizado el
hierro; antes lo había sido el carbón, y finalmente, el 11 de julio,
mediante un voto unánime arrancado a la oposición, la riqueza clave, el
cobre.
El Congreso estaba entonces dominado por
la oposición formada por el mayoritario Partido Demócrata Cristiano y
el Partido Nacional, más algunos diputados de grupúsculos derechistas.
Ninguno se había atrevido a oponerse a la nacionalización del cobre,
pero su tenaz resistencia a todo tipo de intervención de empresas había
empujado al Gobierno a operar a través de los decretos, en medio de un
clima creciente de fintas legales que convertían el momento político en
una tensa y apasionante partida. La oposición controlaba aún, además del
Congreso, otros poderes del sofisticado aparato institucional chileno y
apelaría a la Contraloría General de la República, una especie de
cuarto poder en el complejo tramado del Estado, para frenar las
iniciativas de la Unidad Popular.
El propio Allende recordaba en sus
discursos a mediados de 1971 que “tenemos el Gobierno pero no el poder”,
en un llamamiento especialmente dirigido a las bases más radicalizadas
de la UP y al Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) para recordar
las posibilidades y limitaciones del momento.
Hasta junio de 1971 el Gobierno parecía
apresurarse en cumplir lo más posible de su programa, acudiendo a los
referidos resquicios legales para esquivar la oposición del Congreso. En
las filas de la DC se producía entonces un doble proceso: por una
parte, las bases más progresistas se acercaban a la Unidad Popular a
través de un partido, el MAPU, que se había escindido de la democracia
cristiana antes de las elecciones; por la otra, la cúpula se
radicalizaba más a la derecha y robustecía sus contactos con el ultra
conservador Partido Nacional y, mediante vías menos abiertas, con los
diversos servicios de espionaje norteamericanos que operaban en Chile.
La primavera de la UP tuvo su fin brusco
el 9 de junio de 1971, cuando ya en las propias filas de la izquierda
se percibía la sensación de que la ley o el proceso dentro de la ley
“había tocado techo”. En ese momento crucial, en que el Gobierno tenía
ante sí el camino de la alianza con parte de la oposición u otra
estrategia de corte más radical, un asesinato imprevisto alteró las
piezas del delicado juego de ajedrez. Un grupo ultra izquierdista, el
más marginal y despolitizado de todos, asesinaba a un ex ministro de
Eduardo Frei, Edmundo Pérez Zujovic, responsable en 1969 de una matanza
policial en la ciudad sureña de Puerto Montt y hombre clave de la DC en
sus relaciones con la oligarquía criolla encuadrada en el Partido
Nacional. El asesinato tomaba por sorpresa a todos y la izquierda
necesitó varios meses para descubrir detrás de la llamada Vanguardia
Organizada del Pueblo, autora del atentado, a los agentes panameños de
la CIA que operaban en Chile desde hacía dos años como falsos delegados
de un supuesto movimiento revolucionario centroamericano.
La muerte de Pérez Zujovic precipitó el
fin de la primavera de la UP. Al mes siguiente, la DC y el Partido
Nacional se aliaban, por primera vez, para presentar un candidato
conjunto en una elección parcial en Valparaíso, y triunfaban. El impulso
inicial de la experiencia chilena se había agotado; pronto se notaría
el alcance del plan a medio plazo aprobado en noviembre de 1970 por el
Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos; de momento, los
principales órganos de la derecha chilena, especialmente El Mercurio,
contaban con ayudas financieras que nunca habían soñado. La derecha
comenzaba a reponerse del susto y a preparar los entretejidos de una
conspiración contra el Gobierno.
Durante los últimos meses de 1971 y todo
el año de 1972 pudo apreciarse lo que cabría llamar la “vía chilena de
la sedición”, en oposición a la “vía chilena al socialismo” elaborada
por Salvador Allende y la Unidad Popular. En el tablero podían
distinguirse varias áreas de jugadas de un ajedrez múltiple que abarcaba
desde los poderes del Estado hasta los medios de comunicación, el
amplio e incontrolable campo de la actividad económica, las Fuerzas
Armadas, el terrorismo y los frentes de masas.
En julio de 1971, el ex presidente
Eduardo Frei volvía de una gira privada por Estados Unidos y rompía un
silencio de varios meses para proclamar con voz grave que “la Unidad
Popular camina hacia el totalitarismo”. El mismo Frei daba entonces la
orden de partida: “sustituir por la vía legal a la UP”. En otras
palabras, estaba dando la luz verde para la sedición legal y ello
coincidía con la alianza electoral en Valparaíso entre la DC y el
Partido Nacional, que poco antes había sido su enemigo acérrimo debido a
la reforma agraria del gobierno democristiano.
El alcance del nuevo clima pudo
advertirse el 2 de diciembre de 1971. Durante semanas, la oposición, ya
unida en torno a la única consigna de atacar al Gobierno, había lanzado a
través de los medios de comunicación que controlaba -superiores en
distribución a los del Gobierno- consignas de agitación contra un nuevo
problema que había comenzado a suscitarse sin que el Gobierno hubiera
tomado alguna medida al respecto. La cuestión tenía relación con el
abastecimiento de bienes de consumo. Misteriosamente habían comenzado a
escasear productos como el azúcar, los fósforos, el papel higiénico, el
aceite y otros no fundamentales pero singularmente incómodos para la
vida cotidiana. En esa fecha no había motivo económico alguno para
explicar tan misteriosa escasez. Los grandes centros de distribución
estaban controlados por sectores de la burguesía comercial, claramente
adscritos al Partido Nacional, y en absoluto amenazados, ni por el
programa de la UP, ni por la política económica que aplicaba el
Gobierno, dirigida exclusivamente contra grandes monopolios
industriales.
El abastecimiento fue sin embargo el
estandarte que aprovechó la oposición para organizar una espectacular
marcha de “cacerolas vacías”. El 2 de diciembre, mientras permanecía en
el país Fidel Castro, en una larga visita al Chile de Allende, miles de
mujeres del barrio alto de Santiago marcharon desde sus chalets hacia el
centro de la capital, con cacerolas y banderas chilenas y escoltadas
por jóvenes militantes de Patria y Libertad, provistos de camisas
azules, cascos, cadenas y armas ligeras. La manifestación culminó en un
enfrentamiento abierto con fuerzas de orden público, sin muertos ni
heridos graves como sucedía a menudo en gobiernos anteriores. Pero el
tornillo de la oposición apretó aún más. Días después, y por vez
primera, la Democracia Cristiana accedió a apoyar una acusación
constitucional contra un ministro, táctica que había empleado sin éxito y
desde enero de 1971 el Partido Nacional. La víctima elegida fue el
titular del Interior, José Tohá, hombre dialogante y moderado que no
suscitaba odios en ningún sector y que tampoco había dedicado a la
política sus intereses personales. Su brillante defensa de hombre de
letras, más que de luchas políticas, no sirvió de nada en el Congreso.
Tohá fue destituido de su cargo y, mediante un desafiante enroque del
presidente Allende, trasladado a la cartera de Defensa. Después del
golpe de 1973 fue una víctima del sadismo militar y murió ahorcado, en
el hospital castrense de Santiago, tras varios meses de prisión. La
versión militar fue “suicidio”.
La derecha chilena puso en acción su
dispositivo sedicioso después de la “marcha de las cacerolas”. El 6 de
marzo de 1972, un almuerzo campestre reunía en una hacienda de las
afueras de la capital a los representantes más conspicuos de las
patronales de la industria, el comercio y la agricultura, al presidente
del Senado, el democristiano Patricio Aylwin, al de la Corte Suprema, el
conservador Enrique Urrutia, a dirigentes del Partido Nacional como
Jaime Guzmán, vinculado con el grupo Patria y Libertad y posteriormente
asesor clave del régimen del general Pinochet, al sacerdote del Opus Dei
José Miguel Ibáñez, animador del círculo estudiantil anticomunista
Fiducia, al subdirector del diario El Mercurio y a otros destacados
personajes de la derecha chilena incluyendo a dirigentes del ala
conservadora de la DC como Andrés Zandívar y Rafael Moreno.
El “almuerzo campestre” culminó en un
documento público que convocaba a “las fuerzas vivas de la nación” a
afrontar “los peligros con que el marxismo amenaza nuestra convivencia
democrática” y daba algunas pautas de la estrategia general acordada por
la derecha finalmente unida. Tales pautas pasaban por la formación de
frentes vecinales de “resistencia” y de agrupaciones gremiales que
debían ponerse en pie de guerra contra el Gobierno. El caballo de
batalla institucional lo constituían, según lo expresaba el documento,
el Congreso dominado por la oposición y el Poder Judicial,
fundamentalmente conservador.
El ala más radical de la sedición tomaba
entre tanto sus medidas prácticas. El poderoso industrial y senador
nacional Pedro Ibáñez, financiero y solapado inspirador de Patria y
Libertad, tomaba contacto con la llamada Liga de Acción Anticomunista,
dirigida por el brasileño Aristóteles Drummond, para conseguir un ayuda
que el diario norteamericano Washington Post valoró posteriormente en
ocho millones de dólares. Miles de armas entraron a Chile en el primer
semestre de 1972, camufladas en envíos de maquinaria brasileña a las
industrias del grupo de Pedro Ibáñez, y varios centenares de jóvenes de
Patria y Libertad viajaron a Brasil para entrenarse con los comandos
paramilitares de Drummond, más conocidos como los siniestramente famosos
“escuadrones de la muerte”.
Otro empresario brasileño, Glycon de
Payva, jugó un importante papel en la “conexión carioca” de la
subversión contra el Gobierno de Allende. De Payva se entrevistó en
julio de 1972 con el presidente de la patronal chilena, Orlando Saenz,
para aconsejar, según reconoció más tarde al Washington Post, “cómo
debían actuar los civiles para preparar las condiciones para el golpe
militar. La receta existe y se puede hornear la torta cuando se quiera”.
La “receta para civiles” -aplicada en
Brasil en 1964 y en Indonesia en 1965 – fue aplicada paso a paso. A
través de la democracia cristiana (pese a las vacilaciones de algunos de
sus sectores) y del Partido Nacional se estructuró entre abril y agosto
de 1972 un frente de Juntas de Vecinos que constituyó la primera
plataforma de masas de la clase media que se alejaba a paso rápido de la
influencia del Gobierno. Patria y Libertad supo infiltrarse en esta
estructura -con la ayuda del Partido Nacional – y promovió un organismo
de Protección de la Comunidad (Proteco), estructurado con disciplina
paramilitar como un verdadero poder vecinal armado. Su propaganda y guía
de instrucciones comenzaba con la frase “en caso de asalto de hordas
marxistas…”.
Después de varias semanas de presiones y
manifestaciones de violencia, el aparato subversivo de la burguesía
chilena se dispuso en el mes de octubre de 1972 a librar una batalla
decisiva. El día 6 de octubre, el presidente del Senado, Patricio
Aylwin, en nombre de la institución y de su partido, el Demócrata
Cristiano, proclamaba que “Allende ha violado todos los compromisos
contraídos”, al mismo tiempo que la Cámara Alta calificaba al Gobierno
como “fuera de la ley”.
El ambiente estaba suficientemente
caldeado en las calles con una larga huelga de los estudiantes
secundarios controlados por la democracia cristiana y con las consignas
subversivas lanzadas desde las emisoras de radio y la prensa,
mayoritariamente en manos de la derecha, que predicaban la
“desobediencia civil”. Cada noche sonaban cacerolas en los barrios altos
de Santiago, santuario de la alta y media burguesía, mientras se
sucedían las provocaciones a las Fuerzas Armadas, invitándolas a
intervenir contra el Gobierno.
La situación económica se había
deteriorado entretanto hasta extremos insostenibles para el
funcionamiento del país. Desde hacía varios meses desaparecían de los
mercados y almacenes diversas mercaderías básicas que reaparecían en
puestos clandestinos de venta a precios donde se centuplicaba su valor
oficial. Las Juntas de Abastecimiento (JAP) promovidas por el Gobierno
no lograban resolver el problema; la distribución, como la mayor parte
de la producción, continuaba, pese a las intervenciones de industrias,
en manos de propietarios que actuaban abiertamente en el dispositivo
sedicioso de la oposición. Desde el exterior, los bancos norteamericanos
bloqueaban créditos indispensables para la compra de recambios y ello
acentuaba la parálisis productiva, el mismo tiempo que la especulación
del mercado negro disparaba la inflación.
El 8 de octubre, un tribunal de París
decretaba el embargo de una carga de cobre chileno, en virtud del
proceso iniciado por la compañía Kennecott contra el Gobierno de Chile
por la nacionalización de sus yacimientos cupríferos. Dos días después,
la red de gremios patronales, estructurada desde marzo de 1972, ordenó
un paro total e indefinido del transporte y del comercio. El país quedó
paralizado.
La huelga de camioneros, financiada
desde Estados Unidos, duró hasta fines de octubre y provocó pérdidas de
alrededor de un millón de dólares. La respuesta del Gobierno y de los
partidos de izquierda se apoyó en una movilización masiva de sus bases
para mantener, dentro de lo posible, el abastecimiento mínimo en las
ciudades. Gran parte de las provincias fueron declaradas en estado de
emergencia y puestas bajo control de las autoridades militares, que
intervenían por primera vez en el proceso, paradójicamente a favor del
régimen constitucional.
La huelga no logró derrumbar al Gobierno
de Allende y robusteció en cambio la capacidad de acción de los
partidos de izquierda, que reforzaron sus dispositivos de seguridad y
sus precarios aparatos paramilitares. Un número importante de industrias
fueron ocupadas por sus trabajadores de forma espontánea y éstos
organizaron “cordones industriales” en las barriadas obreras, dando así
origen a nuevos organismos de masas no previstos en el esquema inicial
del programa de la Unidad Popular.
A fines de octubre, la oposición
advirtió que había llegado hasta el techo de sus posibilidades en esa
brutal prueba de fuerza y abrió, una vez más, la posibilidad del diálogo
a través de los sectores más moderados y democráticos de la DC. Allende
puso punto final a la crisis con una medida audaz. El 2 de noviembre,
nombró ministro del Interior al comandante en jefe del Ejército, el
general Carlos Prats, un militar decididamente institucional que se
comprometía a “asegurar la paz social del país y garantizar las
elecciones que debían celebrarse en marzo de 1973 para renovar a los
miembros del Congreso.
Las elecciones parlamentarias de marzo
de 1973 no rompieron el peligroso empate político que dividía al país en
dos fracciones enconadas y cada vez más dispuestos a buscar una salida
violenta.
La Unidad Popular, aunque subió su porcentaje electoral, en
relación a las presidenciales de 1970, de 36,30 a 43,40 por ciento, no
logró la mayoría indispensable para empujar sus proyectos de ley y la
reforma constitucional con que pretendía acelerar los cambios
estructurales anunciados en su programa. La oposición, a su vez, reunida
en una Confederación para a Democracia, estructurada en base a
democristianos y conservadores, obtuvo un 54,70 por ciento que le
permitía bloquear leyes, pero no exigir un plebiscito o acusar
constitucionalmente al presidente de la República, para lo que según la
ley se precisaba un quórum de dos tercios del Congreso. La imposibilidad
de un “derrocamiento legal” del Gobierno -como pretendía el líder de la
DC, Eduardo Frei- dio pie a reforzar el peso de la ultraderecha en las
filas de la oposición. Desde ese momento, la radicalización del proceso
-tanto en la izquierda como en la derecha- era inevitable.
Las revelaciones posteriores al golpe de
Estado de 1973 pusieron de manifiesto que precisamente en marzo se
habían iniciado los contactos entre los sectores progolpistas de la
oposición y círculos de las Fuerzas Armadas, entre los que contaba el
general Pinochet, entonces segundo hombre del Ejército y supuestamente
leal al régimen constitucional. El llamamiento a las Fuerzas Armadas era
cada vez más público por parte de la derecha, especialmente el ala
“dura” del Partido Nacional y Patria y Libertad, que proclamaba la
necesidad de “acabar con el ‘Estado liberal’”.
El empate social acentuaba también las
diferencias en las filas de la Unidad Popular y de toda la izquierda.
Dentro de la coalición del Gobierno, sectores del PS, del partido MAPU y
de la Izquierda Cristiana coincidían con el MIR en la necesidad de
“avanzar” rápidamente en el proceso para decantar definitivamente la
situación a favor de un cambio revolucionario radical. Allende, otro
sector del PS, radicales y el poderoso PC defendían en cambio la cautela
de “consolidar” lo logrado y establecer cuanto antes un acuerdo con los
sectores moderados de la DC, tal como se había intentado sin éxito en
1971 y en 1972. El Gobierno, sin embargo, era consciente de que aún
faltaba por entrar en el juego el factor decisivo de cualquier
enfrentamiento definitivo: las Fuerzas Armadas. La propaganda creciente
de la derecha en los cuarteles no pasaba inadvertida.
El 29 de junio, el factor militar tuvo
su primera entrada en el juego. A las ocho de la mañana, un grupo de
ocho tanques del regimiento de Blindados Número 2, de Santiago, irrumpía
en el Barrio Cívico y cercaba el Palacio de La Moneda. El autor del
audaz golpe era el comandante Souper, estrechamente vinculado a Patria y
Libertad. Su acción duró sin embargo pocas horas y se rindió, después
de un activo intercambio de disparos, al general Prats que acudió
personalmente a desautorizar la rebelión. De todos modos, las cartas
militares ya estaban echadas con el “tanquetazo” de junio. Pese a las
presiones de las bases de la UP, que exigían una “limpieza” de las
Fuerzas Armadas, el Gobierno reaccionó con cautela y mantuvo abiertas
las puertas del diálogo, al mismo tiempo que nombraba un nuevo gabinete
de corte claramente moderado.
Durante varias semanas, el diálogo con
la DC mantuvo en suspense a los grupos protagonistas de la verdadera
guerra civil política que vivía el país. Finalmente, el 27 de julio, la
DC rompía la baraja -pese a los esfuerzos de su ala moderada – y exigía a
Allende la formación de un Gobierno Militar. El mismo día, Patria y
Libertad llamó a través de los micrófonos de Radio Agricultura, a “la
unidad de Chile para derrocar a Allende”. El camino del golpe estaba
abierto.
Los acontecimientos se precipitaron en
las semanas siguientes. Nuevamente los “gremios” controlados por la
derecha y asistidos militarmente por las “centurias” armadas de Patria y
Libertad decretaron una huelga. Los trabajadores de la mina de El
Teniente mantenían a su vez una larga huelga que había polarizado la
actividad de masas de la oposición, en combinación con las federaciones
estudiantiles controladas por la DC o el Partido Nacional. Las calles de
la capital se convirtieron en escenario cotidiano de enfrentamientos
entre Patria y Libertad, MIR y la Policía, al mismo tiempo que la
organización de Pablo Rodríguez realizaba atentados contra instalaciones
eléctricas que dejaron a oscuras a varias ciudades.
La decantación del Ejército ya era
visible desde los primeros días de agosto. En Punta Arenas, primero, y
luego en Santiago y Concepción, los jefes militares de plaza ponían en
vigor una ley de control de armas que solo fue efectiva para incautar
los arsenales de los partidos de izquierda y de los sindicatos. Los
sondeos que hacía discretamente el Gobierno revelaban ya que el número
de generales leales al régimen estaba en minoría. Carlos Prats,
comandante en jefe y cabeza visible del sector institucional, se
convirtió en el blanco de ataques públicos de la oposición. Finalmente,
una marcha de esposas de oficiales, que desfilaron ante su casa
insultándole y pidiendo su dimisión, le obligó, el 23 de agosto, a dejar
su cargo y pasar a retiro. El último obstáculo para el golpe había
desaparecido. A la izquierda, desangrada en sus propias luchas
intestinas, sólo le quedaba esperar el desenlace.
Éste llegó la madrugada del 11 de
septiembre. Tropas de Infantería de Marina, que realizaban maniobras con
las naves norteamericanas del proyecto UNITAS, ocuparon a primeras
horas el puerto de Valparaíso. Al mismo tiempo, a las 4 de la madrugada,
un regimiento de infantería se dirigía hacia la capital desde la vecina
ciudad de los Andes, mientras un comando detenía en su domicilio al
general Prats, ya retirado, pero aún con influencia suficiente en las
Fuerzas Armadas. A las siete, el presidente Allende recibía información
en su residencia de la calle Tomás Moro y una hora después salía con su
escolta hacia el Palacio de La Moneda. A las ocho de la mañana, la casa
de Gobierno estaba ya rodeada de tanques y se escucharon los primeros
disparos. A través de la radio, los tres comandantes en jefe de
Ejército, Marina y Aviación anunciaban que el Gobierno legal había sido
derrocado.
A esa hora, las escasas fuerzas leales
al Gobierno habían sido neutralizadas en los propios cuarteles; el
presidente sólo disponía de su escolta y algunos miembros de la policía
civil. A través de las emisoras que aún permanecían en manos de la
izquierda leyó su último y dramático mensaje, anunciando inequívocamente
que “no saldré de La Moneda, no renunciaré a mi cargo y defenderé con
mi vida la autoridad que el pueblo me entregó”.
Los generales conjurados replicaron con
un ultimátum, mientras aviones Hawker-Hunter de la Fuerza Aérea
realizaban amenazadores vuelos rasantes sobre el palacio. Por las
ventanas del edificio, los jóvenes de la escolta presidencial asomaron
las bocas de sus metralletas y de dos ametralladoras punto cincuenta.
Los tanques ya habían disparado sobre la enorme puerta colonial del
palacio y se sucedían las ráfagas de fusiles automáticos.
A las 11 y 3 minutos de la mañana,
comenzó el bombardeo aéreo. En esos momentos, los golpistas controlaban
todas las ciudades del país y se registraban sólo combates esporádicos
en los “cordones industriales” de la capital y en puntos dispersos. La
izquierda no disponía de hecho de ninguna fuerza armada suficiente para
enfrentarse a un ejército profesional.
A las trece horas, las paredes de La
Moneda humeaban a través de los agujeros provocados por los cohetes de
la Fuerza Aérea y los proyectiles de los tanques Sherman. Allende,
protegido con un casco y armado con un fusil Kalachnikov que le había
regalado Fidel Castro durante su visita a Chile en 1971, recorría el
palacio en busca de municiones y armas y organizaba una defensa
desesperada. Su asesor de prensa, Augusto Olivares, herido por una bala,
había muerto debido a un segundo impacto. Sólo quedaban vivos algunos
jóvenes de la escolta que fueron testigos del último combate del
“compañero presidente”.
Allende cayó herido mortalmente a las
14.15 horas. Quince minutos después, las tropas asaltantes encontraron
su cuerpo en un sofá de su despacho, envuelto en la bandera chilena. A
su lado estaba el fusil con que defendió hasta el último minuto el cargo
que “el pueblo me ha dado”.
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