La muerte de cientos de inmigrantes africanos en los naufragios de barcazas cerca de la isla de Lampedusa ponen el foco sobre la realidad de la inmigración irregular en el Mediterráneo, una tragedia que se ha cobrado 25.000 víctimas en los últimos veinte años
Mohamed Keita, que llegó a Italia desde Costa de Marfil después de 3 años de viaje como clandestino, trabaja ahora para cumplir su sueño de convertirse en fotógrafo y acercar a los demás la realidad de las personas que sufren
“El mar está lleno de muertos. Venga aquí a mirar el horror a la cara. Venga aquí a contar los muertos conmigo”, instaba
la alcaldesa de Lampedusa, Giusi Nicolini, al primer ministro italiano,
Enrico Letta, instantes después del naufragio de una barcaza cerca de
la isla con 500 inmigrantes africanos clandestinos a bordo. Entre este
accidente del día 3 de octubre y otro acontecido una semana más tarde en
aguas maltesas, el mes pasado murieron ahogados en el Mediterráneo más
de 400 inmigrantes que intentaban llegar a Europa. Los dos siniestros,
sobre todo el de Lampedusa, que ha sido uno de los más dramáticos de los
últimos años, han vuelto a sacudir las conciencias de los ciudadanos
europeos. Y la ola de indignación llegó hasta los medios de
comunicación, que se llenaron de palabras como tragedia, horror,
vergüenza o rabia y no dudaron en denunciar las contradicciones y las
malas políticas migratorias de la Unión Europea.
Pero
quizás la palabra que más tiempo permanezca después de todo sea la de
indiferencia, porque esta tragedia de la inmigración clandestina hace ya
años, más bien décadas que dura, y sin embargo nunca ha estada
combatida en serio. De hecho, tres semanas después de los sucesos los
dirigentes reunidos en el Consejo Europeo en Bruselas decidían aplazar
cualquier reforma sobre la política migratoria comunitaria hasta después
de las elecciones presidenciales europeas de mayo de 2014, mientras la
Guardia costera italiana rescataba a otros 775 inmigrantes a bordo de
cinco embarcaciones en el Canal de Sicilia.
“Solemos
presentar a aquellos que sufren como seres molestos, quizá para apartar
la idea de que algo similar pueda ocurrirnos algún día a nosotros, como
ya nos sucedió en el pasado: así es el sentimiento que preside nuestra
relación con África, un sentimiento no admitido de que es preferible
ignorar lo que no podemos soportar, ignorarlo, también, porque de
saberlo no podríamos soportarnos a nosotros mismos”, escribía años atrás
uno de los reporteros españoles más conocedores del continente, Bru
Rovira, en su libro Áfricas; Cosas que no pasan tan lejos. Bru Rovira tiene razón: geográficamente
tan solo 260 km separan Lampedusa del norte de África y aún más cerca
están Andalucía y el norte de Marruecos. Pero sin embargo el
Mediterráneo se ha convertido en una frontera insalvable y una herida
abierta de las desigualdades entre el norte y el sur del mundo. Cada
año, según Naciones Unidas, 1.500 personas pierden la vida en sus aguas
intentando alcanzar el “sueño europeo”. 25.000 víctimas en los últimos
20 años.
“Los
italianos tienen miedo de los africanos porque no nos conocen y cuando
no conoces a alguien es muy difícil que puedas confiar en él”, piensa
Mohamed Keita, un joven de Costa de Marfil que lleva más de tres años
viviendo en Italia, donde llegó como inmigrante clandestino. Por eso
Keita, que ha vivido el horror en primera persona, quiere ahora dar voz a
la gente que sufre y acercar sus historias a los demás mediante sus
fotografías. Conocí a Keita esta pasada primavera en Roma, en un evento
donde se presentaban públicamente proyectos socio-laborales
auto-organizados por inmigrantes y refugiados como modelos alternativos a
las pobres políticas de inclusión social del estado italiano –la UE
destina la mayoría de sus fuerzas en defender sus fronteras, sobre todo
las exteriores. Así entre
el 2007-2013 Italia ha recibido 478 millones de euros solamente para
gestionar los flujos migratorios y de solicitantes de asilo-.
Entre
todos los proyectos destacaban un grupo de africanos que hacían yogurt
ecológico y lo vendían en los mercados; otro grupo que hacía cocina
étnica o el mismo Keita, que exponía su
trabajo foto-periodístico. Todos ellos eran ahora personas con una vida
y un proyecto en Roma pero que años atrás podrían haber terminado en
uno de los 350 “ataúdes sin nombre” de Lampedusa del mes pasado. Keita
reconoce que él tuvo suerte y que, gracias a Dios, sobrevivió al viaje y
puede ahora estar luchando por cumplir su sueño en Europa.
“El viaje fue muy difícil y sufrí
mucho. Pero a pesar de todo nunca tuve miedo porque no tenía nada que
perder”, argumenta Keita. Cuando tenía 10 años perdió a sus padres
durante la Primera Guerra Civil de su país, que duró del 2002 al 2007.
Al principio su hermano mayor se hizo cargo de él hasta que abandonó
Costa de Marfil y lo dejó con su tío. “Cuando venían los rebeldes o los
militares a mi pueblo mi tío se iba sin mí. Él no se preocupaba por mí y
cómo no tenía a nadie y me sentía muy solo decidí irme”, recuerda
Keita. Emprendía entonces, con tan solo 14 años, una travesía que le
llevaría a cruzar por Guinea, Mali, Argelia, Libia, Malta y Sicilia,
antes de llegar a Roma, tres años después.
“Al abandonar mi país no pensaba en llegar a Europa. Iba trabajando
durante el trayecto para poder seguir avanzando. En Guinea trabajé en
las estaciones de autobuses, ayudando a la gente a cargar con sus bolsas
y maletas”, relata. “Después pasé rápido por Mali y Argelia y llegué a
Libia, donde pasé los primeros cinco meses en prisión. Finalmente pude
escapar y fui a Trípoli, donde trabajé seis meses en la construcción.
Vivíamos en comunidades de paisanos y amigos de Gambia o Senegal que
también estaban preparándose para cruzar. Al final, con los 1.000
dólares que gané me compré un pasaje en el barco”, cuenta Keita. La
patera lo condujo hasta Malta, donde nada más llegar lo retuvieron en un
centro de acogida para extranjeros. Al cabo de unos meses, cuando lo
liberaron, logró esconderse en el maletero de un coche y llegar en barco
hasta Sicilia.
“
Así fue mi viaje. Fue un momento de mi vida muy difícil pero
al mismo tiempo interesante porque aprendí muchas cosas y conocí a
mucha gente”, afirma Keita. “Si nunca has salido de tu casa y no has
tenido que enfrentarte a dificultades no sabes cómo relacionarte con los
demás. Los problemas son lecciones en la vida y yo ahora no sería quien
soy si no hubiera hecho este viaje”. Keita hace buena esa frase que
dice que viajar endurece el cuerpo y ablanda el alma. Quizás por esto se
entiende que, con tan solo 22 años, hable y actúe como alguien que
estuviera llegando al final de su vida y hubiera hecho las paces consigo
mismo y con el mundo. Keita es una persona tranquila y con sentido del
humor. Su aspecto es afable, apenas llega al metro sesenta de estatura y
va con la cabeza rapada. Tiene unas facciones muy redondas, una sonrisa
relajada y una mirada muy expresiva y cuando habla de fotografía y de
sus proyectos como reportero los ojos se le llenan de emoción. Siempre
que nos vemos lleva colgada la cámara réflex al cuello y aunque no esté
tomando fotos siempre está atento a su entorno. “Mira esa viejita del
balcón como nos mira…”, me dijo un día que paseábamos por el centro de
Roma.
Solamente
cuando recuerda su pasado cambia el tono de voz y la expresión, agacha a
menudo la mirada y las palabras se le rompen en la boca…aunque aun así
es capaz incluso a veces de reírse de ciertas situaciones, cómo cuando
se acuerda de todas las cosas que la demás gente que iba con él en el
barco decía: “¡la gente decía muchas palabrotas! Es que cuando tienes
miedo llegas a decir cosas que ni te imaginas. Hahaha”.
Conversar
con Keita siempre es una clase magistral sobre respeto, humildad y fe
en la vida y te provoca una sensación muy extraña escuchar a alguien
hablar así después de haber sufrido tanto. Es tan fuerte el sentimiento
que notas como si se te hinchara el corazón de reverencia a la vez que
se te agrieta de rabia y vergüenza. “Keita es un chico muy especial y un
referente dentro de nuestra organización”, afirma el director de Cívico
Zero, una ONG que actúa como un centro diurno para Menores Extranjeros
No Acompañados en Roma. “Tiene una gran sensibilidad y ha hecho una
evolución estupenda con la fotografía, a pesar de no tener ni los
estudios básicos”, añade el director. Precisamente fueron los mismos
educadores de esta ONG quienes rescataron a Keita de las calles de Roma.
Cuando
llegó a la capital italiana Keita pasó sus primeros meses viviendo en
el arcén de una de las calles cercanas a la Estación de tren de Termini,
situada en el centro de la ciudad y que por la noche se convierte en la
cama de decenas de personas, la mayoría extranjeras. Cívico Zero no
solo lo sacó de allí sino que recurrió la orden de expulsión que el
gobierno italiano le había impuesto alegando que había intentado
falsificar su edad. Gracias al recurso de la ONG le repitieron las
pruebas radiológicas, dando como resultado que Keita era menor de edad, y
de esta manera le retiraron la orden de expulsión y pudo entrar en el
sistema de acogida para extranjeros menores no acompañados. Fue en ese
instante cuando de alguna manera terminaba su calvario, ponía los pies
en tierra firme y daba los primeros pasos de una nueva vida. Y en esta
nueva vida es donde nació su vocación como fotoperiodista.
“Todo empezó con esta fotografía: Vivo en Termini.
Fue una de las primeras que hice cuando me regalaron la cámara compacta
y aún vivía en la calle. En la imagen se puede ver el cartón donde
dormía, las dos mantas que usaba, una para ponerla encima del cartón y
la otra para cubrirme, y mi mochila, que llevaba conmigo a todas partes
–describe Keita a la vez que me enseña la imagen–. Ahora la mochila
está casi destruida pero todavía la guardo porque me gustaría poderla
presentar algún día en público, en un lugar con una atmosfera muy
distinta a la de Termini para intentar acercar mi historia a gente que
nunca haya tenido que vivir algo parecido”.
Su imagen Vivo en Termini,
que en un principio tomó solamente como recuerdo de lo que tuvo que
vivir en aquella época, captó la atención de una de las educadoras del
Centro diurno, Diana Balmori, que la llevó hasta una exposición en Nueva
York. A raíz del éxito de esta imagen Keita empezó a desarrollar su
pasión y técnica fotográfica en las clases gratuitas para inmigrantes
que se impartían en Cívico Zero. Con el tiempo ganó algunos concursos en
Italia e inició un proyecto personal de fotoperiodismo, Pies, maletas y zapatos,
para retratar las personas que viven en la Estación de Termini. Él
había pasado por lo mismo y confiesa que tenía ganas de contar esa
realidad tan olvidada: “la gente cuando pasa por enfrente de la estación
nos mira mal y cree que les molestamos y damos una mala imagen de la
ciudad. Pero en realidad ellos también nos molestan a nosotros, porque
esa es nuestra casa y vas oyendo constantemente las pisadas de la gente
que pasa por allí”, defiende Keita. “Muchas veces la gente me miraba
como si estuviera loco…Pero no estoy loco, solamente he tenido que pasar
por algunas dificultades”, prosigue. Este proyecto era precisamente el
que presentaba cuando nos conocimos y que le llevó 2 años de trabajo,
porque dice que le gusta hacer las fotografías con calma, respetando y
conociendo a las personas con las que trabaja.
“Hay
mucha gente que se piensa que los inmigrantes no sabemos hacer nada. Sí
que sabemos, pero es muy difícil para nosotros encontrar una
estabilidad y poder hacer bien las cosas –comenta-. Todo el mundo puede
tener problemas en algún momento dado de su vida. Y ahora mismo, debido a
la crisis, hay también mucha gente con problemas en Europa. Para mí lo
mejor es ayudarnos los unos a los otros, pero hoy en día la gente solo
piensa en el dinero”.
Después de todo, Keita sigue viviendo en Roma, donde ha encontrado trabajo
en un albergue, enseña fotografía voluntariamente a otros inmigrantes
menores de edad en Cívico Zero, estudia para sacarse la secundaria y
sigue desarrollando sus proyectos personales de fotografía, el último
una serie sobre las fuentes de agua de la capital italiana. “Si haces
las cosas bien y con corazón creo que al final tienes la recompensa,
pero las oportunidades no pueden llegarnos a todos en el mismo momento”,
concluye. Después de todo lo vivido, Keita aún sigue pensando que donde
hay cosas feas también existen cosas buenas. Y por esto, si Dios le
ayuda, le gustaría dedicarse al foto-periodismo para poder viajar a
otros países y retratar la realidad de esos lugares. “Yo quiero contar
la realidad, o sea, cómo viven las personas”, matiza Keita. Su siguiente
proyecto es volver a Costa de Marfil y recorrer de nuevo la ruta que
hizo como inmigrante clandestino, pero esta vez con su cámara de
fotografía colgada al cuello.
OTRA HUMANIDAD ES NECESARIA
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