Carta abierta al arquitecto de la Transición
Por
regla general no me gusta alabar a mis enemigos, tu caso no es una
excepción y muy poquitos merecen mi respeto y el calificativo de
audaces. La audacia es una virtud muy elástica e intrínsecamente dual:
es muy fácil ser audaz cuando se tiene el apoyo de los de arriba o se
rema en la misma dirección, cuando se es audaz políticamente desde
abajo, la cosa generalmente no termina bien y la audacia sin la cartera
llena suele acabar en aventurismo, en marginalidad o en suicidios
políticos. En el mejor de los casos termina en un alcalde guai como
Tierno Galván. Por eso, desde el principio de los tiempos, las cartas
están marcadas y muy poquitos han conseguido vencer contra esa baraja
trucada; Lenin, Castro, Chávez…
.
Siempre fuiste un tonto útil, un
mandado, un mayordomo fiel que sabía cuando retirarse sin hacer ruido,
un amo de llaves. Oír, ver y callar. Y ladrar cuando el patrón lo pedía y
la cosa se ponía fea. En resumidas cuentas: un capataz.
Y los que hemos visitado el tenebroso mundo de las fábricas y talleres
sabemos bien cómo era el capataz: peor incluso que el patrón, pues su
complejo de culpa e inferioridad al carecer de propiedades y linaje, lo
convertía en una bestia arribista y sin escrúpulos capaz de dar la vida
por la empresa. Una empresa llamada España, vertical y autoritaria,
construida sobre pactos de silencio y cunetas llenas de antifascistas y
demócratas, maquillada a golpe de Transición en una democracia cercenada
que encontraba su razón de ser en pelotazos urbanísticos y chanchullos
de toda índole. Tocaba ser dócil y leal a la causa, en eso fuiste el
mejor: arquitecto del olvido e interiorista de sueños oligárquicos.
Hasta para ser falangista fuiste un moderado, un falangista soft,
de los que no abren latas de conservas con la punta del prepucio, de
los que saben subirse al carro vencedor aunque ello implique legalizar a
un PCE extirpado de su esencia que abandona el republicanismo y el
leninismo y manda guardar silencio pese a tener los muertos calientes
encima de la mesa. Nosotros (y permíteme el chiste) no olvidamos a las
cerca de 500 víctimas que perecieron a manos de las fuerzas de seguridad
y grupos paramilitares de extrema derecha en esa farsa que orquestaste
llamada Transición. Y todavía tenías la desfachatez de definirla como
pacífica e hija del consenso. ¿De qué consenso Adolfo? No hay consenso
cuando a los muertos se los mata dos veces, primero física y luego
institucionalmente. Si alguna figura te define de forma fidedigna es la
de pelota, el pelota de la clase. El hijo del tendero pequeño-burgués
que nunca hacía novillos, que siempre llevaba los deberes al día, que
siempre se acercaba con respeto y sincera admiración al rico de la
clase, que nunca respondía al profesor. Eres el paradigma, el sujeto
modelo de esa clase media que, en palabras de Fromm, aupó a Hitler por
miedo y pura desidia. Pero tú no sabes quién es Fromm, fuiste poco de
biblioteca y mucho de despacho. Siempre correcto, discreto, en
definitiva, insultantemente mediocre.
Fuiste como Gonzalo Suárez en Los Santos Inocentes,
el capataz de la finca que hace la vista gorda aun cuando su mujer se
la pega con el señorito, un perrito fiel que ladró cuando se lo pidieron
y supo sacrificarse por sus amos. Representas las antípodas políticas
de héroes como Marcelino Camacho, representas al cobarde que no se
atreve a morder la mano que le da de comer, todo en aras de un fin
supuestamente superior. Un perro domado y bien domesticado que se dobló cuando se lo pidieron.
Los mismos que te quitaron de en medio
cuando dejaste de ser útil, llorarán tu marcha con pueril cinismo desde
los despachos y las cloacas del poder; en los barrios, en las calles y
en los centros de trabajo nadie llorará tu pérdida. Dale recuerdos a
Franco y dile que el régimen con el que soñó, se deshace a pedazos y
muere contigo.
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