Viernes, 02 de Agosto de 2013 10:40
Soy una ferviente europea y deseo que Europa prospere, pero esto no
es Europa. En contra de nuestra voluntad, se nos ha arrastrado a una
guerra de clases. La única respuesta que le queda a la ciudadanía está
en el conocimiento y la unidad.
Traducido por Beatriz Martínez para Transnational Institute.
Al igual que la peste en el siglo XIV, el azote de la deuda ha ido migrando paulatinamente del Sur al Norte. La Yersinia pestis
del siglo XXI no se propaga a través de las ratas infestadas de pulgas,
sino del letal fundamentalismo neoliberal, infestado de ideología.
Antes, sus adalides tenían nombres como Thatcher o Reagan; ahora suenan
más bien a Merkel o Barroso. Pero el mensaje, la mentalidad y la
medicina prescrita son básicamente los mismos. La devastación provocada
por ambas plagas también es similar. Sin duda, se registran menos
muertes relacionadas con la deuda en Europa hoy en día que en África
hace tres décadas, pero seguramente se está causando un daño más
permanente a lo que en su día fueron las prósperas economías europeas.
Los fieles –y más veteranos– lectores de la revista New Internationalist
recordarán la temida expresión ‘ajuste estructural’. ‘Ajuste’ era el
eufemismo para el paquete de recetas económicas impuestas por los ricos
países acreedores del Norte a otros menos desarrollados en lo que
entonces llamábamos ‘el Tercer Mundo’. Una gran parte de estos países
había pedido prestado demasiado dinero para demasiados fines
improductivos. A veces, los líderes se limitaban a ingresar los créditos
en sus cuentas privadas (recordemos a Mobutu o Marcos) y endeudar aún
más a sus países. Devolver los préstamos en pesos, reales, cedis u otras
‘monedas raras’ era inaceptable; los acreedores querían dólares, libras
esterlinas y marcos alemanes.
Además, los líderes del Sur habían
suscrito los préstamos a tipos de interés variable, que al principio
eran bajos pero que subieron a niveles astronómicos a partir de 1981,
cuando la Reserva Federal de los Estados Unidos puso fin a la era del
dinero barato. Cuando países como México amenazaron con no pagar la
deuda, cundió el pánico entre los ministros de Economía de los países
acreedores, los grandes banqueros y los burócratas internacionales, que
se pasaron unos cuantos fines de semanas sin dormir, alimentándose con
comida para llevar e improvisando planes de emergencia.
Plus ça change, plus c’est la même chose.*
Pasadas unas décadas, aún se suceden las reuniones de crisis, esta vez
en Bruselas y, pese a algunas variaciones, la respuesta es idéntica:
solo consigues un rescate si te comprometes a seguir una serie de
estrictas exigencias. En su día, estas se hacían eco del neoliberal
‘consenso de Washington’; ahora se denominan, más acertadamente,
‘paquetes de austeridad’, pero ambas requieren las mismas medidas. Firme
aquí, por favor, con sangre.
Para el Sur, los contratos rezaban:
‘Limiten la producción de alimentos y dedíquense a cultivos comerciales
rentables. Privaticen las empresas estatales y abran actividades
lucrativas a las compañías transnacionales extranjeras, sobre todo en el
sector de las materias primas y las industrias extractivas, la
silvicultura y la pesca. Reduzcan drásticamente el crédito, y eliminen
los subsidios y las prestaciones sociales. Presenten propuestas para el
pago de la salud y la educación. Economicen y obtengan divisas fuertes a
través del comercio. Su principal responsabilidad es para con los
acreedores, no para con su pueblo’.
Ahora llegó el turno de Europa. A los
países del sur de Europa y a Irlanda no se les deja de repetir: ‘Han
estado viviendo por encima de sus posibilidades. Ahora les toca pagar’.
Los Gobiernos aceptan órdenes dócilmente y sus ciudadanos y ciudadanas
suelen asumir que deben pagar la deuda de inmediato porque la deuda de
un Estado soberano es exactamente igual que la deuda de una familia.
Pero no lo es; un Gobierno acumula deuda emitiendo bonos en los mercados
financieros. Esos bonos son adquiridos fundamentalmente por inversores
institucionales, como bancos, que reciben un pago anual de intereses:
bajo cuando el riesgo de impago es bajo y alto cuando dicho riesgo
también lo es. Es totalmente normal, deseable e incluso necesario que un
país tenga una deuda que plantee cero problemas y que genere muchos
beneficios si el dinero se invierte con prudencia y a largo plazo en
actividades productivas como educación, salud, prestaciones sociales,
infraestructuras sólidas y similares.
En efecto, cuanto mayor es el porcentaje de gasto público en el presupuesto de un Gobierno, más elevado es el nivel de vida y más empleos se crean, incluido en el sector privado.
Esta norma se ha visto confirmada sin falta desde que se apuntó a la
correlación entre la inversión pública y el bienestar nacional por
primera vez, a fines del siglo XIX.
Lógicamente, el dinero prestado también
se puede derrochar y gastar sin ton ni son, y los beneficios pueden
repartirse injustamente. La gran diferencia entre el presupuesto de una
familia y el de un Estado es que los Estados no desaparecen sin más,
como una compañía en bancarrota. Las inversiones productivas y bien
gestionadas que se financian con el dinero que toman prestado los
Gobiernos deberían entenderse, en general, como algo bueno.
En 1992, los países europeos votaron
ciegamente ‘sí’ al Tratado de Maastricht, que debido a la insistencia de
Alemania incluía dos números mágicos: el 3 y el 60. Nunca dejes que tu
déficit presupuestario supere el tres por ciento; nunca contraigas una
deuda pública que supere el 60 por ciento de tu producto interior bruto (
PIB ).** ¿Por qué no el 2 o el 4 por ciento, o el 55 y el
65? Nadie lo sabe, salvo quizá algún vetusto burócrata que andaba por
allí, pero estos números se han convertido en las Tablas de la Ley.
En 2010, dos famosos economistas
anunciaron que, por encima del 90 por ciento del PIB , la deuda
acarrearía problemas a un país y su PIB se contraería. Es algo que suena
lógico porque el pago de los intereses se comería un porcentaje mayor
del presupuesto. Sin embargo, en abril de 2013, un estudiante de
doctorado norteamericano intentó replicar sus resultados y se encontró
con que no podía. Usando las mismas cifras, obtenía un resultado
positivo para el PIB, que aún seguiría aumentando en más de un dos por
ciento al año. El tándem de economistas famosos –y ahora también
avergonzados– tuvo que admitir que había sido víctima del Excel y que
habían colocado mal una coma.
Incluso el Fondo Monetario Internacional
ha confesado errores parecidos, esta vez sobre el tema de los recortes y
las medidas de austeridad. Ahora sabemos –porque el Fondo ha sido lo
bastante sincero como para explicárnoslo–, que los recortes
perjudicarían al PIB dos o tres veces más de lo previsto en un
principio. Europa debería tomárselo con calma, dice el FMI y no
‘conducir la economía pisando el freno’. El límite mágico del 60 por
ciento del PIB en la deuda es ahora más sagrado que el límite del tres
por ciento para el déficit; las políticas, sin embargo, siguen siendo
las mismas, ya que los halcones neoliberales aprovechan cualquier atisbo
de prueba dudosa que parezca promover su causa.
Nos enfrentamos a dos preguntas básicas.
La primera sería por qué aumentó la deuda de los países europeos de
forma tan pronunciada después de que estallara la crisis en 2007. En
apenas cuatro años, entre 2006 y 2010, la deuda se disparó en más de un
75 por ciento en Gran Bretaña y Grecia, un 59 por ciento en España y una
cifra récord del 276 por ciento en Irlanda, donde el Gobierno anunció
que se haría responsable de todas las deudas de todos los
bancos privados del país. El pueblo irlandés, por lo tanto, asumiría la
falta de responsabilidad de los banqueros irlandeses. Gran Bretaña hizo
lo mismo, aunque en menor medida. Los beneficios se privatizan y las
pérdidas se socializan.
Así pues, los ciudadanos y las
ciudadanas deben pagar por la austeridad, mientras que los banqueros y
otros inversores que adquirieron los bonos del país o productos
financieros tóxicos no aportan nada. Después de la crisis de 2007, el
PIB de los países europeos cayó un promedio del cinco por ciento y los
Gobiernos tuvieron que compensar. El incremento de los fracasos
empresariales y el desempleo masivo significaban también más gastos para
los Gobiernos justo en el momento en que estaban recaudando menos a
través de los impuestos.
El estancamiento económico sale caro. El
aumento de los gastos y la bajada de los ingresos se traduce en una
única respuesta: solicitar más préstamos. Rescatar a los bancos y asumir
las consecuencias de la crisis que estos crearon son el principal
motivo de la crisis de la deuda y, por lo tanto, de la dura austeridad
que se impone hoy en día. La gente no estaba ‘viviendo por encima de sus
posibilidades’, pero es evidente que el lema de la nueva moralidad es
‘castiguemos a los inocentes y recompensemos a los culpables’.
Esto no es una defensa de las políticas
ineptas ni corruptas, como las que permitieron que se inflara la burbuja
inmobiliaria en España o que la clase política griega contratara a un
gran número de nuevos funcionarios después de cada elección. Los griegos
tienen un presupuesto militar hinchado y se niegan, inexcusablemente, a
gravar a los grandes magnates navieros y a la Iglesia, la mayor titular
de propiedades del país. Pero si la bañera pierde agua y la pintura del
salón se está cayendo, ¿qué haces? ¿Quemas toda la casa o arreglas las
tuberías y vuelves a pintar?
Las consecuencias humanas de la
austeridad son ineludibles y bien conocidas: los jubilados rebuscan en
los contenedores de basura a mitad de mes esperando encontrar algo que
llevarse a la boca; los y las jóvenes de talento y con formación de
Italia, Portugal y España huyen de su país mientras la tasa de desempleo
para su grupo de edad alcanza el 50 por ciento; a las familias se les
impone una carga insoportable; la violencia contra las mujeres aumenta
con el incremento de la pobreza y la angustia; los hospitales carecen de
fármacos básicos y de personal; las escuelas y los servicios públicos
se deterioran o desaparecen. A la naturaleza también se le pasa factura:
no se invierte nada en revertir la crisis climática ni en poner fin a
la destrucción del medio ambiente. Es demasiado caro. Como sucede con
todo lo demás, ahora no nos lo podemos permitir.
Conocemos bien las repercusiones, el
resultado de lo que la canciller alemana Angela Merkel denomina
políticas de ‘austeridad expansionista’. Según esta teoría neoliberal,
los mercados ‘se tranquilizarán’ con políticas estrictas y volverán a
invertir en los países disciplinados. Pero esto no ha sucedido. Y por
todo el sur de Europa están empezando a aparecer imágenes de Merkel
decoradas con esvásticas.
Muchos alemanes piensan que están
ayudando a Grecia y quieren dejar de hacerlo. En realidad, casi todo el
dinero del rescate está siguiendo un circuito cerrado: las aportaciones
de los Gobiernos de la UE realizadas a través del Mecanismo Europeo de
Estabilidad se han vuelto a canalizar a través del Banco Central y los
bancos privados de Grecia hacia bancos británicos, alemanes y franceses
que habían adquirido eurobonos griegos para obtener un rendimiento más
alto. Sería más sencillo entregar el dinero de los contribuyentes
europeos directamente a los bancos, si no fuera porque los
contribuyentes podrían darse cuenta del truco. ¿Por qué montar un drama
psicológico en torno al dos por ciento (Grecia) o al 0,4 por ciento
(Chipre) de la economía europea? Un cínico podría contestar: ‘Muy
sencillo. Para asegurar la reelección de la señora Merkel en
septiembre’.
La segunda pregunta básica es por qué
seguimos aplicando políticas que son perjudiciales y no funcionan. Esta
catástrofe de creación propia puede verse desde dos puntos de vista.
Economistas laureados y de renombre como Paul Krugman o Joseph Stiglitz
opinan que los líderes europeos sufren de encefalograma plano, muestran
una total ignorancia en materia de economía y están abocados a un
innecesario suicidio económico. Otros analistas apuntan que los recortes
se ajustan perfectamente a los deseos de entidades como la Mesa Redonda
Europea de Industriales y BusinessEurope: recortar salarios y
prestaciones, debilitar a los sindicatos, privatizar todo lo que se
ponga a tiro, etcétera. A medida que han ido aumentando las
desigualdades, a las elites no les ha ido nada mal. En estos momentos,
hay más ‘particulares con un elevado patrimonio neto’ y con una fortuna
colectiva mucho mayor que en el punto álgido de la crisis en 2008. Hace
cinco años, se contabilizan en todo el mundo 8,6 millones de
particulares de este tipo, con una liquidez conjunta valorada en 39
billones de dólares estadounidenses. Hoy en día, este grupo llega a los
11 millones de personas, con activos por valor de 42 billones de
dólares. Las pequeñas empresas caen en tropel, pero las grandes
compañías disponen de ingentes sumas de efectivo y están sacando el
mayor partido posible de los paraísos fiscales. No ven ningún motivo
para dejarlo ahí.
Esta crisis no está afectando a todo el
mundo y los líderes europeos no son más necios que sus homólogos en
otros países. Si que están, no obstante, totalmente sometidos a los
deseos de las grandes finanzas y las grandes corporaciones. Sin duda, la
ideología neoliberal desempeña un papel clave en su programa, pero
sirve especialmente para emitir densas cortinas de humo y falsas
explicaciones y justificaciones, con el fin de que las personas crean
que ‘no hay alternativa’. No es cierto: los bancos se podrían haber
socializado y transformado en servicios públicos, del mismo modo que
cualquier otro organismo que funciona con dinero público. Se podrían
haber cerrado los paraísos fiscales, aplicado impuestos a las
transacciones financieras y adoptado muchas otras medidas. Pero estas
propuestas, a ojos del neoliberalismo, son una herejía (aunque 11 países
de la eurozona empezarán a gravar las transacciones financieras a
partir de 2014).
Soy una ferviente europea y deseo que
Europa prospere, pero esto no es Europa. En contra de nuestra voluntad,
se nos ha arrastrado a una guerra de clases. La única respuesta que le
queda a la ciudadanía está en el conocimiento y la unidad. Lo que ha
impuesto el 1 por ciento puede ser revocado por el 99 por ciento. Pero
más vale que nos demos prisa: el tiempo se está agotando.
* ‘Cuanto más cambian las cosas, más permanecen igual.’
** La deuda pública es dinero que
un Gobierno debe en forma de préstamos obtenidos en los mercados
financieros más que mediante otras modalidades de empréstito.
Fuente: http://www.tni.org/es/article/deuda-austeridad-y-devastacion
http://rebelion.org/noticia.php?id=171960
No hay comentarios:
Publicar un comentario