Ha tenido que ser la inmersión en una profunda
depresión sin fondo, que ha hundido a la sociedad española en la miseria, la
desesperación y la falta de expectativas de futuro, la que ha puesto de
manifiesto las prebendas que disfruta la clase dirigente de nuestro país.
Sueldos vitalicios, pensiones máximas sin cotización, regalos millonarios,
vehículos oficiales, salarios desorbitados, dietas indecentes… eran sólo la
punta del iceberg de un extenso entramado de corruptelas con las que los
verdaderamente poderosos comparaban las voluntades de los supuestos
representantes del pueblo. Así, políticos
concretos, pero también partidos completos, se hacían de alguna manera
partícipes de las migajas del festín especulativo que asoló al país durante
los últimos lustros. Al fin y al cabo, si un pelotazo urbanístico dependía de la
firma de un alcalde o de un edil, ¿por qué no compartir parte del botín?
—pensarían. Así se llegó a una generalización de la corrupción e incluso a
cierta aceptación popular de la misma. En periodo de bonanza, con tasas de paro
bajísimas para nuestro país, con niveles de protección social desconocidos y
flujos crediticios de dinero barato sin medida ni control, de alguna manera,
incluso los de abajo, fuimos partícipes o beneficiarios de la fiesta, aunque
sólo oyésemos la música desde lejos. Sin embargo, cuando hicieron estallar casi
simultáneamente la burbuja financiera y la de la vivienda, nuestro país entró en
barrena, donde aún se encuentra. Políticos pusilánimes hicieron recaer el peso
de la crisis en las clases medias y en las más populares sin tocar ni a los que
más se habían beneficiado de la algarabía especulativa ni a los que la habían
provocado, directa o indirectamente. La reacción lógica y natural es justo lo
que se ha producido, la desafección
frente a la clase dominante (banqueros, especuladores…) pero también frente
a determinada clase política que fue cómplice del atraco a las arcas
públicas.
La cacería
de elefantes del rey junto a su nueva entrañable amiga (aún no se
atreven a llamar por su nombre a la relación existente entre ambos), un
dispendio poco ejemplarizante en tiempos de recortes y miseria, enardeció muchos
ánimos y despertó sentimientos republicanos más o menos latentes que no se
cerraron con la petición hospitalaria de perdón. El caso Urdangarín colmó el
vaso, pero la cosa no cesó ahí. Las atenciones públicas a Corinna (casa, coche,
escolta, sueldo) suena a historias de cortesanas de épocas lejanas y oscuras,
pero todo apunta que es mucho más que eso. Los negocios del rey, verdadero talón
de Aquiles de la Casa Real, pueden quedar al descubierto tirando del hilo de
Corinna. No es nada nuevo, antaño se podía haber tirado del hilo de Ruiz Mateos,
de Mario Conde, de Manuel Prado, de De la Rosa, de los Albertos… no deber ser
casualidad que muchos de sus amigos, benefactores y testaferros hayan acabado en
la cárcel. Incluso se podía haber investigado sobre la realidad
del golpe de estado del 23F, muy lejos de la versión edulcorada que lo
encumbró públicamente. Pero eran otros tiempos de pseudodemocracia vigilada y de
censura activa, hoy nadie perdona inmensas fortunas hechas al margen de
asignaciones oficiales.
Por eso es tan importante para los que nos
sentimos verdaderamente demócratas todo cuanto acontece estos días en La
Zarzuela. La imputación de la infanta Cristina y la anterior imputación de su
marido, producida ya en un contexto de profunda crisis económica, no tiene
perdón popular en un país que ha botado ya a varios reyes y que no ha votado
realmente por ninguno. Algunos cortesanos opinan que la crisis de confianza en
la realeza se acabaría con la abdicación de Juan Carlos y la renuncia al derecho
sucesorio de la Infanta, pero es difícil que el Borbón deje su cargo, entre
otras cosas por la pérdida de la inmunidad total con que ahora cuenta el jefe
del estado. El rosario de casos que se arrastran bajo las alcantarillas de
palacio es suficiente como para amedrentar a cualquiera. El juancarlismo ha
perdido tirón en un país que nunca ha sido realmente monárquico y, por si fuera
poco, el descafeinado príncipe no tiene suficiente tirón para enjugar todo el
descrédito que la monarquía ha acumulado en los últimos años.
Es un momento dulce para el republicanismo. El
fin del rey, en cualquier caso, no está lejos. En el justo momento de la
sucesión la población española debería tomar pacífica y masivamente mente las
calles para demostrar nuestra aversión a este sistema anacrónico y
antidemocrático de gobierno. No como puro acto simbólico, sino como el inicio de
una nueva transición y un periodo constituyente al margen de las presiones de
los poderes fácticos del franquismo y de la amenaza permanente de involución con
la que se redactó nuestra actual carta magna. La eliminación de la monarquía,
como herencia más nítida de la dictadura fascista debería ser el primer paso
hacia un estado verdaderamente social de derecho, plurinacional, profundamente
democrático y no partitocrático, participativo e igualitario, el mismo que fue
hurtado al pueblo después de 1975 con la complicidad de los grandes partidos que
aún hoy dominan el panorama político patrio.
OTRA HUMANIDAD ES NECESARIA
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