Javier de Lucas · · · · ·

Ante la dificultad para explicar cómo ha sido construida la noción de inmigrantes por las políticas migratorias de la mayor parte de los países de recepción (desde luego, es el caso de los EEUU y de la UE), muchos de nosotros hemos acudido más de una vez a esa metáfora que nace de la estrategia de Ulises ante Polifemo, tal y como nos narra el Canto IX de la Odisea: "mi nombre es Nadie"[1].
En efecto, de acuerdo con la visión puramente instrumental, propia de esas políticas migratorias, los inmigrantes -y entre ellos de forma particularmente aguda los inmigrantes irregulares- se ven constreñidos a ocupar no ya la periferia, sino un "no-lugar". Es el espacio propio de los "don Nadie", porque nuestra mirada (aquella que refleja el Derecho de inmigración que hemos creado en estos países) los convierte en "infrasujetos", si no lisa y llanamente en no-sujetos. Por eso su invisibilidad social: relegados a lo privado, se niega su presencia en el espacio público -fuera de las horas de trabajo y eso si no es que se desempeñan en economía clandestina en cuyo caso también son también laboralmente invisibles- y se les aherroja en un status que puede ser caracterizado como subordiscriminación[2]: un verdadero estado de excepción permanente creado ad hoc para ese grupo social, que les separa -e incluso invierte respecto a ellos- de la vigencia de principios básicos del Estado de Derecho: igualdad y no discriminación, presunción de inocencia, favor libertatis, seguridad jurídica, garantía de los derechos por juez ordinario, interdicción de la arbitrariedad y reducción de la discrecionalidad administrativa, etc. Además, se les somete a un status de dominación: la diferencia cultural es la coartada que propicia una jerarquía de dominio y el modelo de asimilación impuesta, así como la aculturación como condición sine qua non de la admisión de la presencia aunque sea presencia ausente. Y ello sobre la base de que se deben medir, comparar las culturas, las civilizaciones. Es decir, de una parte se les configura jurídicamente como sujetos no iguales, qua su presencia sólo es necesaria coyunturalmente, y por eso se les regatean o fragmentan sus derechos, se les sitúa en un status de vulnerabilidad en el que no gozan de los mismos derechos que los ciudadanos, ni de idénticas garantías. Y, de otra parte, como extranjeros en el fondo no deseables (el prejuicio que domina las políticas de gestión de su presencia es que están aquí solo provisionalmente y no pueden ni deben establecerse entre nosotros) no pueden tener derecho a decidir: sólo sufren la ley, sin participar en su elaboración. Peor aún que los metecos en Atenas, nuevos esclavos, no conozco mejor explicación para describir esa situación que el espléndido oxímoron que creó Abdelmalek Sayad para describirlo: "presencia ausente".
Pues bien, el modelo de gestión de la crisis que conduce en la UE la denominada "troika" (Comisión Europea, Banco Central Europeo, FMI) ha conseguido que, conforme a sus continuas exigencias de reformas de austeridad dirigidas a España, el Gobierno español rice el rizo en el proceso reduccionista que niega a los inmigrantes la igualdad en el derecho a tener derechos. Primero fue la desaparición -en el proyecto de presupuestos de 2012- del Fondo de apoyo a la Acogida e Integración de Inmigrantes (poco más de 60 millones de euros) que el Gobierno central asignaba a Comunidades Autónomas y Ayuntamientos. Pero eso sólo fue el pistoletazo de salida de una batería de iniciativas que restringen hasta vaciar de contenido y/o garantías los derechos sociales y alejar a los inmigrantes de la integración entendida como igualdad de derechos. Y es que, como se ha subrayado, los derechos sociales tienen un verdadero carácter de test: de acuerdo con Añón y Pisarello, resulta evidente que es imposible abstraerse de la relevancia de la confluencia histórica en esta crisis de dos fenómenos, la extranjerización de la fuerza de trabajo y el recurso a la política precisamente «ciudadanista» en el sentido más clásico (aquel de la preferencia nacional «que se sirve de un trabajo degradado de la población extranjera y pobre, y condena a los no ciudadanos – sobre todo a aquellos que se encuentran en situación de irregularidad – a un apartheid jurídico, político y social»)[3]. Todo ello en el contexto de una reformulación de la cuestión social, el escenario de la política de redistribución de recursos que exige la degradación de los derechos sociales, una caída a la baja que admite escalas que terminan siempre en los inmigrantes como colectivo más vulnerable. Ahí es donde actúa el mensaje jurídico de la política de extranjerización que adquiere cada vez más una fuerte dimensión etnocultural que justifica a su vez la exclusión del reconocimiento y que, quod erat demonstrandum, afecta sobre todo a los que no pueden ser ciudadanos o, en todo caso, denizens, o ciudadanos de frontera (los dotados de una presencia ausente), los inmigrantes.
Así parece confirmarlo la medida adoptada por el Gobierno español el pasado 20 de abril. En efecto, en el Consejo de Ministros de esa fecha, en línea con el citado objetivo prioritario de austeridad, convertido en dogma (en España elevado a rango nada menos que de principio constitucional, como resultado de la reforma constitucional relámpago pactada en septiembre de 2011 por Zapatero y Rajoy) y so pretexto de la necesidad de atajar el gasto injustificado de recursos públicos que provoca el denominado "turismo sanitario" (que, por cierto, es practicado no tanto por los inmigrantes –que obviamente no disponen de los recursos para ser turistas-, sino por los europeos que llegan a España con ese propósito) se aprobó el Real Decreto-Ley 16/2012 de 20 de abril, de medidas urgentes para garantizar la sostenibilidad del Sistema Nacional de Salud.
El objetivo es una modificación de la actual Ley de Extranjería a fin de introducir como requisito para el acceso a la sanidad la necesidad de estar en situación de residencia legal. El Gobierno restringirá el acceso a la sanidad pública de los extranjeros en España lo que afectará especialmente a los inmigrantes irregulares (unos 500.000, se estima) porque ya no les bastará con el empadronamiento para obtener la tarjeta sanitaria, como ocurre desde 2000 por una reforma aprobada por el Gobierno de José María Aznar. A partir de ahora, el Ejecutivo "matizará" las condiciones, según señaló la ministra de Sanidad, Ana Mato. Un portavoz del ministerio añadió que los extranjeros deberán demostrar "que de verdad viven en España, trabajan aquí y pagan sus impuestos"[4]. Ni la ministra ni portavoces de su ministerio han precisado cómo afectará este cambio a los miles de emigrantes irregulares que ya poseen la tarjeta sanitaria. Se calcula que la reforma dejará sin tarjeta sanitaria, en un plazo máximo de dos años, a un mínimo de 150.000 inmigrantes irregulares. Se trata de las personas a las que no se les renovará ese documento, renovable cada dos años. Los expertos alertan sobre los riesgos de una medida que amenaza con bloquear las urgencias hospitalarias y dificultar la lucha contra enfermedades infecciosas.
La justificación de la medida parece triplemente demagógica: por un lado, porque sigue la tramposa estrategia que desgraciadamente ha tenido tanto éxito en la opinión pública –como acabamos de ver en la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas- y que liga crisis y presencia de la inmigración: se trata de hacernos creer que la llegada y la presencia estable de inmigrantes son la causa desencadenante o, al menos, factor coadyuvante o acelerador de la crisis, cuando en realidad son víctimas de la misma. Es difícil discutir que, si bien es verdad que la crisis (y sobre todo el modelo neoliberista de gestión de la misma que conduce la mencionada troika) ha hecho de los nuestros tiempos difíciles, tiempos duros para todos, que nos hacen evocar las escenas descritas por Dickens, lo son más para los inmigrantes. Y es demagógica porque, como ya he recordado, no son los inmigrantes quienes protagonizan ese abuso, ese derroche del sistema público español de salud. Pero este mensaje dirigido a la opinión pública ("recortamos el despilfarro provocado por los inmigrantes") tendrá un efecto estigmatizador que es la dimensión más profunda de esa demagogia: estigmatizar a los inmigrantes, sembrando así xenofobia institucional.
El reconocimiento del derecho a la sanidad a los inmigrantes en el artículo 12 de la vigente Ley de Extranjería (Ley Orgánica 4/2000) se acerca muy positivamente a la consideración de un derecho universal que, como tal, debe ser garantizado a todo ser humano con independencia de su situación administrativa. La ley establece que los extranjeros inscritos en el padrón municipal "tienen derecho a la asistencia sanitaria en las mismas condiciones que los españoles". A partir de la reforma, sólo quien pruebe que contribuye fiscalmente de modo adecuado, como inmigrante residente legal, podrá disfrutar de esas prestaciones. Sólo se exceptúan (lo contrario sería puramente barbarie) la asistencia de urgencia y a la maternidad y los cuidados de los niños.
La respuesta a ese desafuero viene sobre todo de agentes de la sociedad civil, como la Coordinadora de Entidades de apoyo a los inmigrantes o el colectivo de asociaciones de inmigrantes. En un comunicado de 23 de abril, éstos han pedido a los médicos que sigan atendiendo a las personas indocumentadas, invocando la formulación contemporánea del juramento hipocrático [5]. Por su parte, la Federación estatal de SOS RACISMO asegura en un comunicado público que hay al menos cuatro argumentos mayores para rechazar la reforma: "1º Supone un grave retroceso en la conquista de derechos sociales por parte de la población inmigrante de este país. 2º Es una medida inconstitucional a la luz de las sentencias que el Tribunal Constitucional dictó en el año 2007 contra un intento similar por parte del Partido Popular de restringir el acceso a derechos fundamentales para el colectivo de inmigrantes en situación irregular. 3º La crisis económica, a pesar de su crudeza, no puede ser excusa para vaciar de derechos a las personas migrantes con lo que ello conlleva de fractura en los principios de universalidad e igualdad que deben presidir el acceso a derechos fundamentales, como el del acceso a la sanidad. 4º Esta medida unida a otras coloca al actual gobierno en la ola de otros países europeos de populismo y racismo institucional que dejará un rastro de excusión social y conflictividad que terminará "mojándonos" a todas y todos."
Esto último es, insisto, lo más grave. La UE parece incubar inconscientemente el huevo de la serpiente. Volvamos al ejemplo de las elecciones presidenciales francesas: si Le Pen ha obtenido el respaldo de casi el 20% del electorado, eso es en gran medida porque el Gobierno de Sarkozy ha cultivado monotemáticamente el argumento de la inmigración como amenaza. Son esas políticas las que siembran el odio, no la presencia de los inmigrantes.
OTRA HUMANIDAD ES NECESARIA
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