EN MEMORIA DE LA COMUNA. (V.I.LENIN)
29.12.2012 V. I. Lenin
Han pasado cuarenta años desde la
proclamación de la Comuna de París. Según la costumbre establecida, el
proletariado francés honró con mítines y manifestaciones la memoria de
los hombres de la revolución del 18 de marzo de 1871. A finales de mayo
volverá a llevar coronas de flores a las tumbas de los communards
fusilados, víctimas de la terrible “Semana de Mayo”, y ante ellas
volverá a jurar que luchará sin descanso hasta el total triunfo de sus
ideas, hasta dar cabal cumplimiento a la obra que ellos le legaron.
¿Por qué el proletariado, no sólo
francés, sino el de todo el mundo, honra a los hombres de la Comuna de
París como a sus predecesores? ¿Cuál es la herencia de la Comuna?
La Comuna surgió espontáneamente, nadie
la preparó de modo consciente y sistemático. La desgraciada guerra con
Alemania, las privaciones durante el sitio, la desocupación entre el
proletariado y la ruina de la pequeña burguesía, la indignación de las
masas contra las clases superiores y las autoridades, que habían
demostrado una incapacidad absoluta, la sorda efervescencia en la clase
obrera, descontenta de su situación y ansiosa de un nuevo régimen
social; la composición reaccionaria de la Asamblea Nacional, que hacía
temer por el destino de la República, todo ello y otras muchas causas se
combinaron para impulsar a la población de París a la revolución del 18
de marzo, que puso inesperadamente el poder en manos de la Guardia
Nacional, en manos de la clase obrera y de la pequeña burguesía, que se
había unido a ella.
Fue un acontecimiento histórico sin
precedentes. Hasta entonces, el poder había estado, por regla general,
en manos de los terratenientes y de los capitalistas, es decir, de sus
apoderados, que constituían el llamado gobierno. Después de la
revolución del 18 de marzo, cuando el gobierno del señor Thiers huyó de
París con sus tropas, su policía y sus funcionarios, el pueblo quedó
dueño de la situación y el poder pasó a manos del proletariado. Pero en
la sociedad moderna, el proletariado, avasallado en lo económico por el
capital, no puede dominar políticamente si no rompe las cadenas que lo
atan al capital. De ahí que el movimiento de la Comuna debiera adquirir
inevitablemente un tinte socialista, es decir, debiera tender al
derrocamiento del dominio de la burguesía, de la dominación del capital,
a la destrucción de las bases mismas del régimen social contemporáneo.
Al principio se trató de un movimiento
muy heterogéneo y confuso. Se adhirieron a él los patriotas, con la
esperanza de que la Comuna reanudaría la guerra contra los alemanes,
llevándola a un venturoso desenlace. Los apoyaron asimismo los pequeños
tenderos, en peligro de ruina si no se aplazaba el pago de las deudas
vencidas de los alquileres (aplazamiento que les negaba el gobierno,
pero que la Comuna les concedió). Por último, en un comienzo también
simpatizaron en cierto grado con él los republicanos burgueses,
temerosos de que la reaccionaria Asamblea Nacional (los “rurales”, los
salvajes terratenientes) restablecieran la monarquía. Pero el papel
fundamental en este movimiento fue desempeñado, naturalmente, por los
obreros (sobre todo, los artesanos de París), entre los cuales se había
realizado en los últimos años del Segundo Imperio una intensa propaganda
socialista, y que inclusive muchos de ellos estaban afiliados a la
Internacional.
Sólo
los obreros permanecieron fieles a la Comuna hasta el fin. Los
burgueses republicanos y la pequeña burguesía se apartaron bien pronto
de ella: unos se asustaron por el carácter socialista revolucionario del
movimiento, por su carácter proletario; otros se apartaron de ella al
ver que estaba condenada a una derrota inevitable. Sólo los proletarios
franceses apoyaron a su gobierno, sin temor ni desmayos, sólo ellos
lucharon y murieron por él, es decir, por la emancipación de la clase
obrera, por un futuro mejor para los trabajadores.
Abandonada por sus aliados de ayer y
sin contar con ningún apoyo, la Comuna tenía que ser derrotada
inevitablemente. Toda la burguesía de Francia, todos los terratenientes,
corredores de bolsa y fabricantes, todos los grandes y pequeños
ladrones, todos los explotadores, se unieron contra ella. Con la ayuda
de Bismarck (que dejó en libertad a 100.000 soldados franceses
prisioneros de los alemanes para aplastar al París revolucionario), esta
coalición burguesa logró enfrentar con el proletariado parisiense a los
campesinos ignorantes y a la pequeña burguesía de provincias, y rodear
la mitad de París con un círculo de hierro (la otra mitad había sido
cercada por el ejército alemán). En algunas grandes ciudades de Francia
(Marsella, Lyon, Saint-Etienne, Dijon y otras) los obreros también
intentaron tomar el poder, proclamar la Comuna y acudir en auxilio de
París, pero estos intentos fracasaron rápidamente. Y París, que había
sido la primera en enarbolar la bandera de la insurrección proletaria,
quedó abandonada a sus propias fuerzas y condenada una muerte cierta.
Para que una revolución social pueda
triunfar, necesita por lo menos dos condiciones: un alto desarrollo de
las fuerzas productivas y un proletariado preparado para ella. Pero en
1871 se carecía de ambas condiciones. El capitalismo francés se hallaba
aún poco desarrollado, y Francia era entonces, en lo fundamental, un
país de pequeña burguesía (artesanos, campesinos, tenderos, etc.). Por
otra parte, no existía un partido obrero, y la clase obrera no estaba
preparada ni había tenido un largo adiestramiento, y en su mayoría ni
siquiera comprendía con claridad cuáles eran sus fines ni cómo podía
alcanzarlos. No había una organización política seria del proletariado,
ni fuertes sindicatos, ni sociedades cooperativas…
Pero lo que le faltó a la Comuna fue,
principalmente tiempo, posibilidad de darse cuenta de la situación y
emprender la realización de su programa. No había tenido tiempo de
iniciar la tarea cuando el gobierno, atrincherado en Versalles y apoyado
por toda la burguesía, inició las operaciones militares contra París.
La Comuna tuvo que pensar ante todo en su propia defensa. Y hasta el
final mismo, que sobrevino en la semana del 21 al 28 de mayo, no pudo
pensar con seriedad en otra cosa.
Sin embargo, pese a esas condiciones
tan desfavorables y a la brevedad de su existencia, la Comuna adoptó
algunas medidas que caracterizan suficientemente su verdadero sentido y
sus objetivos. La Comuna sustituyó el ejército regular, instrumento
ciego en manos de las clases dominantes, y armó a todo el pueblo;
proclamó la separación de la Iglesia del Estado; suprimió la subvención
del culto (es decir, el sueldo que el Estado pagaba al clero) y dio un
carácter estrictamente laico a la instrucción pública, con lo que asestó
un fuerte golpe a los gendarmes de sotana. Poco fue lo que pudo hacer
en el terreno puramente social, pero ese poco muestra con suficiente
claridad su carácter de gobierno popular, de gobierno obrero: se
prohibió el trabajo nocturno en las panaderías; fue abolido el sistema
de multas, esa expoliación consagrada por ley de que se hacía víctima a
los obreros; por último, se promulgó el famoso decreto en virtud del
cual todas las fábricas y todos los talleres abandonados o paralizados
por sus dueños eran entregados a las cooperativas obreras, con el fin de
reanudar la producción. Y para subrayar, como si dijéramos, su carácter
de gobierno auténticamente democrático y proletario, la Comuna dispuso
que la remuneración de todos los funcionarios administrativos y del
gobierno no fuera superior al salario normal de un obrero, ni pasara en
ningún caso de los 6.000 francos al año (menos de 200 rublos mensuales).
Todas estas medidas mostraban
elocuentemente que la Comuna era una amenaza mortal para el viejo mundo,
basado en la opresión y la explotación. Esa era la razón de que la
sociedad burguesa no pudiera dormir tranquila mientras en el
ayuntamiento de París ondeara la bandera roja del proletariado. Y cuando
la fuerza organizada del gobierno pudo, por fin, dominar a la fuerza
mal organizada de la revolución, los generales bonapartistas, esos
generales batidos por los alemanes y valientes ante sus compatriotas
vencidos, esos Rénnenkampf y Meller-Zakomielski franceses, hicieron una
matanza como París jamás había visto. Cerca de 30.000 parisienses fueron
muertos por la soldadesca desenfrenada; unos 45.000 fueron detenidos y
muchos de ellos ejecutados posteriormente; miles fueron los desterrados o
condenados a trabajar forzados. En total, París perdió cerca de 100.000
de sus hijos, entre ellos a los mejores obreros de todos los oficios.
La burguesía estaba contenta. “¡Ahora
se ha acabado con el socialismo para mucho tiempo!”, decía su jefe, el
sanguinario enano Thiers, cuando él y sus generales ahogaron en sangre
la sublevación del proletariado de París. Pero esos cuervos burgueses
graznaron en vano. Después de seis años de haber sido aplastada la
Comuna, cuando muchos de sus luchadores se hallaban aún en presidio o en
el exilio, se iniciaba en Francia un nuevo movimiento obrero. La nueva
generación socialista, enriquecida con la experiencia de sus
predecesores, cuya derrota no la había desanimado en absoluto, recogió
la bandera que había caído de las manos de los luchadores de la Comuna y
la llevó adelante con firmeza y audacia, al grito de “¡Viva la
revolución social, viva la Comuna!” Y tres o cuatro años más tarde, un
nuevo partido obrero y la agitación levantada por éste en el país
obligaron a las clases dominantes a poner en libertad a los communards
que el gobierno aún mantenía presos.

La memoria de los luchadores de la
Comuna es honrada no sólo por los obreros franceses, sino también por el
proletariado de todo el mundo, pues aquella no luchó por un objetivo
local o estrechamente nacional, sino por la emancipación de toda la
humanidad trabajadora, de todos los humillados y ofendidos. Como
combatiente de vanguardia de la revolución social, la Comuna se ha
ganado la simpatía en todos los lugares donde sufre y lucha el
proletariado. La epopeya de su vida y de su muerte, el ejemplo de un
gobierno obrero que conquistó y retuvo en sus manos durante más de dos
meses la Capital del mundo, el espectáculo de la heroica lucha del
proletariado y de sus sufrimientos después de la derrota, todo esto ha
levantado la moral de millones de obreros, alentado sus esperanzas y
ganado sus simpatías para el socialismo. El tronar de los cañones de
París ha despertado de su sueño profundo a las capas más atrasadas del
proletariado y ha dado en todas partes un impulso a la propaganda
socialista revolucionaria. Por eso no ha muerto la causa de la Comuna,
por eso sigue viviendo hasta hoy día en cada uno de nosotros.
La causa de la Comuna es la causa de la
revolución social, es la causa de la completa emancipación política y
económica de los trabajadores, es la causa del proletariado mundial. Y
en este sentido es inmortal.
Primera edición: En Rabóchaia Gazeta,
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